Mientras peinamos la zona, parece que estuviéramos caminando por otro planeta. A veces los pies se nos hundían hasta la rodilla en lo que parecía ser suelo firme y en realidad era ceniza, un polvo gris que aspirábamos, asfixiaba y se metía en la garganta con sabor a carbón. Al apoyarnos en los pinos que todavía se mantenían erguidos su corteza se desprendía entre nuestras manos, los olivos totalmente arrasados y en el suelo raíces afiladas que traspasaban las botas. Pero lo peor era el silencio, no se oía nada, parecía como si la vida hubiera huido. Y esa sensación de que “el mundo es demasiado grande y cruel”. El miedo nos mantenía alerta, al ver todavía columnas de humo que apagábamos con tierra o pisándola con nuestras botas. ¿Por qué seguimos avanzando?, quizás, porque la esperanza siempre llega mucho más lejos al miedo. Insisto, aquel lejano, inmenso y negro lugar parecía no ser terrestre. Y otra vez la ceniza en la garganta. Sí, vimos cadáveres de animales calcinados por los que ya no pudimos hacer nada, pero también los había vivos, se les dió de beber, se trataron y evacuaron. Marchamos con los puños y dientes apretados, ¡ojala te cojan maldito, ojala!
Volvemos a casa, sucios y cansados, con una mezcla de sentimientos que no nos permiten ni llorar ni reír.
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